When you walk through a storm,
hold your head up high,
and don’t be afraid of the dark;
at the end of the storm there is a golden sky…
Escribo esto perdido en mitad de la nada, sentado en la taza del WC y desde el metro. No, no cargo todo el día con el portátil ni tengo una grabadora que pasar a mi secretaria, es el maldito móvil. Un aparato al que me resistí con uñas y dientes y al que no le tengo ningún aprecio pero que se ha convertido en una especie de cordón umbilical entre yo y el mundo a costa de dejar muchos cadáveres en el camino.
Este hijo bastardo de un bote de yogur con hilo de pita y un ladrillo primero borró a las cabinas telefónicas de mi vida. La verdad no me importó perder de vista esos urinarios públicos con teléfono así que cuando poco después acabó también con las radios portátiles, los walkmans, las cámaras de fotos, las revistas, los periódicos, los blocs de notas y las agendas no le di mucha importancia. La de peso que me ha quitado de encima este devorador de tecnologías. Pero hasta ahora hay algo que no ha conseguido borrar ni de mi vida ni de mi bolsillo: las consolas portátiles.
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