«¿Qué es eso?» y «¿Has oído algo?» son diálogos comunes en los videojuegos de terror. Curiosamente, ambos enfocados a algo que no podemos ver. Es posible que por la absoluta comercialidad que ha dominado desde tiempos inmemoriales a los videojuegos (y que en la actualidad se ha visto truncada por el éxito indie; me gustará ver adónde lleva eso) estemos acostumbrados a que los videojuegos «tengan cosas». Escenarios llenos de detalles, mundos cada vez más grandes y vivos, donde todo ha de tener una función clara ya no sólo para generar coherencia en eluniverso de juego sino también para impresionar al jugador.
Siempre demostrando nuevos hitos en la evolución del videojuego: el paso de 2D a 3D, rotoscopias, full motion videos, parallax scrolling y demás virguerías. De ello salen montones de juegos destinados a mostrar las capacidades de las nuevas consolas. Quizá será por eso por lo que nos da miedo que haya algo más de lo que podemos ver.
Pero al fin y al cabo, lo que habitualment causa el terror en el juego e no es lo que podemos ver. Aquello que se nos muestra es, por norma, destructible, disparable, inflamable, mutilable, bazookable, congelable. En definitiva, total y absolutamente machacable. Salvo pequeñas y honrosas excepciones (cielos, incluso el Chainsaw Man de Resident Evil 4 caía ante nuestros escopetazos), pocos enemigos son los que resultan inmortales para siempre una vez entran en nuestro campo de visión. Lo que hay fuera de nuestro alcance es, pues, aquello que no podemos combatir, aquello que podría ser inmortal, aquello que deseamos que no exista.
Una forma curiosa de ese terror es para mí rejugar un título 3D de la saga Zelda. No sé si a vosotros os habrá sucedido, pero a mí el sudor frío me ataca al revivir las escenas de esos juegos. Son historias tan largas que normalmente me olvido de algunas de sus escenas, y un sentimiento extraño me sobreviene al pensar que los eventos del juego no suceden tal como lo hicieron la primera vez que los jugué. ¿Qué cambia del juego tal como lo recordaba? No tenía ninguna lógica que aparecieran nuevas cutscenes o nuevas misiones en un juego de estas características. Y la idea de que de algo que no conseguía ver estaba manipulando mi juego y haciéndolo cambiar causaba en mí auténtica angustia.
No es algo extraño que pensar. Eternal Darkness (Silicon Knights, 2002) ya puso esta idea sobre la mesa antes: el terror lejos de los monstruos que aparecen en la pantalla, un terror que venía de que te hicieran creer que tu tarjeta de memoria había sido borrada.
Pero el terror de lo que no se ve y su actuación silenciosa no sólo se basa en la rotura de la cuarta pared. Algo que entendió perfectamente Resident Evil (Capcom 1996) fue el manejo de los silencios en la mansión Spencer. Este edificio se alzaba como un entorno vacío, opresivo y amenazador porque entre otras cosas podíamos notar claramente nuestros pasos resonando. Un marcado eco, que no es más que reflejo de un gran vacío. Pero un vacío en que sabíamos que al rodear la esquina podíamos encontrarnos cualquier horrible criatura. Y, quién sabe, una que podría girar completamente las tornas, como de alguna forma lo hicieron los hunters, un giro del juego que funcionaba, hasta que entendías su comportamiento y podías esquivarlos con una relativa gracilidad.
No sucedía así en Resident Evil 5 (2009, Capcom). La tranquilidad y la calma de «lo que no se ve» fue sustituida por hordas de enemigos y ruido por todos lados. Un sólo paso con Chris Redfield implicaba potentes pisotones, ruido de cadenas y, aunque los escenarios pudieran estar vacíos (seguramente porque los habíamos limpiado antes), nuestra poderosa presencia los llenaba. Se expandía las presencia y el poder del protagonista, eliminando la posible tensión que pudiera haber, de forma que nada estaba «sospechosamente tranquilo».
Por otra parte, Slender (2012, Parsec Productions), despojándonos de todo contexto, y con un ambiente sepulcral, nos hizo sentir pánico por una figura que nunca se consigue ver con claridad y unos escenarios inmutables y despojados de vida. El truco era sencillo: el ser sobrenatural podía invadir nuestra pantalla sin ningún tipo de razonamiento ni explicación lógica. No sólo planteaba una invasión inmediata e inesperada de su cuerpo en el universo del juego, sino que ésta invasión se extendía al mundo real en nuestra pantalla de PC, llenándola de «nieve» e interferencias.
Y ése también ha sido el truco de Amnesia: The Dark Descent (2010, Frictional Games), que aún sin ver un sólo enemigo consigue poner los pelos de punta por hacernos pensar que en cualquier momento puede romperse la lógica que conocemos. Mediante la privación del control, y a mil y un trucos ya únicamnte en su introducción, consiguen crearnos el pánico a los monstruos que aún ni siquiera hemos podido ver. Unas aberraciones a las que ya tememos sin tener siquiera prueba de su existencia.
The Walking Dead (2012, Telltale Games) también fue un juego que intentó usar el vacío como una forma de asustarnos. Pero en éste caso jugaba en su contra: ¿cómo podía ser que en el quinto episodio aparecieran zombis en entornos que teníamos cerrados y controlados? No funcionó por un sencillo motivo: The Walking Dead no se basa en crear en el jugador la idea de terror, sino en provocarle sentimientos angustiosos y mostrar en su relato la lucha por la supervivencia de sus protagonistas. De esta forma, se crea una línea a no cruzar. Los zombis no existen, pero todo debe funcionar como si dado excepto este irreal punto de partida fuera la única concesión al realismo del juego.
¿Qué sucede cuando me giro? ¿Cómo sé que detrás de mí no hay nada amenazador? Éste tipo de terror ha resultado de pervertir las ideas que el compañero Pablo comentaba en su artículo sobre el misterio en el videojuego. Así, Silent Hill 4 (2004, Konami) nos introdujo al mundo del voyeurismo en pos de encontrar respuestas a qué demonios estaba sucediendo en la habitación en la que estábamos encerrados, usando pequeños agujeros y repasando la calle a través de las ventanas cerradas. Además, sabiendo que la puerta de la habitación estaba cerrada desde dentro, aunque el personaje aseguraba no haberlo hecho… ¿Cómo podemos asegurar que no está acechándonos a nosotros aunque nosotros ya estamos acechando a los vecinos? Este título conseguía hacernos partícipes en un juego donde la angustia proviene del miedo irracional de que en cualquier momento pueden girarse las tornas.
Al fin y al cabo, cuando jugamos no somos más que una víctima como los habitantes del edificio de Mientras duermes (2011, Jaume Balagueró). Cuando jugamos somos voyeurs, espiamos nuevas relidades, nos gusta saberlo todo. Nos paseamos por grandes ciudadelas cotilleando en las conversaciones de los habitantes de éste nuevo mundo. Pero en realidad en el horror nuestra curiosidad se invierte para dejarnos a nosotros como víctimas de las aviesas intenciones del Luis Tosar de turno personificado en la figura del diseñador. Alguien que hace y deshace a su antojo sin poder ser detectado.
Por eso tememos los cambios, o a veces que no pase nada. Porque realmente lo que importa es lo que no vemos. Sea una multitud de zombis que va a invadirnos, Slenderman o incluso que el sudor frío aparezca por culpa de un ayudante que aparece de la nada por no tener animaciones.