Sobre las tres de la madrugada, el estropicio me hizo entreabrir los ojos. Esperando ver a mi primo quejándose al haber tropezado, el golpe procedía del gancho cuya fallida misión era sujetar la contraventana. De repente, sin haber notado la presencia del frío veraniego, el portón se abrió de par en par y entre la nada pude divisar una mujer sin rostro acompañada de una niña, ambas unidas por sus manos. El miedo me invadió, me quedé petrificado, sólo mi respiración agitada y casi ahogada me indicaba que aún seguía vivo. A pesar de dormir con mis cinco primos no tenía fuerza para pedir ayuda y eso me provocó una agonía insufrible, estaba solo en una habitación con cinco esclavos de Morfeo y dos extrañas mujeres. Los minutos me parecieron horas pero conseguí desatarme y me tapé la cara, no porque pensara que me iba a salvar sino para ocultar la terrible imagen.
Me dormí.
Al salir el sol y ver la luz, pregunté a mis compañeros de habitación si habían escuchado algo, no sabían nada, todo había sido una pesadilla. Sin embargo, en el desayuno, mi prima me lo confirmó – Por la noche, cuando estaba en el baño, escuché como vuestro gancho había caído – A pesar de todo sigo pensando que todo fue una pesadilla, el sonido influyó en mi mente y modificó el sueño, sin embargo recuerdo perfectamente lo que sentí y aún lo siento como si estuviese condenado a notarlo cada vez que recupero el suceso.
Desde aquel verano en Padrón, mi escala de miedo tiene tope, el suceso me marcó de tal manera que comparo cualquier escena con la anécdota y la califico dependiendo de los síntomas. A día de hoy no he podido repetir la manifestación, pero he estado cerca y me gusta. Me gusta el miedo una vez ha terminado, reír nerviosamente como si aquí no hubiese sucedido nada; el suspense previo al susto, como el primer petardeo en las fiestas del Pilar que avisa el posterior estallido de centenares de bombas artificiales. Sin embargo, en la mayoría de películas es un truco mal implementado que roza lo ridículo, como un perro que ladra o un loco que revienta la puerta solo para atacar con el susto fácil.
El miedo psicológico ha estado cerca de igualar la pesadilla. La desprotección es mi antagonista, pero a la vez el único que puede darme la misma satisfacción. Mi lado voyeur buscó entre películas, quería sentir lo mismo que el protagonista al escapar del psicópata, pero a pesar de buscar la ambientación perfecta para el papel, sólo la aceleración de los latidos marcaron el riesgo. Son los videojuegos los que me acercan aún más a la experiencia, ha sido Silent Hill el que me obligó a darle carpetazo y no volver a saber más de la saga que comenzó Keiichiro Toyama, pero sin embargo ha sido Frictional Games el que me dio la oportunidad de sentir el pánico de la soledad, el miedo a las sombras y por ende el amor a la luz, como el despertar siguiente a aquel fatídico día de mi niñez.
Odio el survival horror con la misma fuerza que lo amo. En el momento de interactuar quiero escapar, salir del videojuego y no ver nunca más la introducción. De hecho, este tipo de simulador debo superarlo del tirón porque sino mi mente lo rechaza, como cuando cocino con aceite y mi mente lo asocia con el dolor a raíz de la primera vez que me salpicó a la piel. Amnesia: The Dark Descent sabe qué es el miedo, conoce muy bien la mente del jugador y por eso le quita herramientas y disfruta con las técnicas más ortodoxas: el sonido, las sombras y al más humano protagonista que en vez de enfrentarse al monstruo huye, como haríamos cada uno de nosotros.
Pero The Dark Descent no es un juego extraordinario, detrás de él no hay una genialidad, no se debería de merecer ni un solo aplauso porque realmente juega con la normalidad. Frictional Games confía en que la ficción iguala a la realidad y no por ello disgusta. Utiliza la amnesia de Daniel – el protagonista – para que tanto jugador como personaje empiecen con el mismo conocimiento. Despertamos y no vemos a nadie, no oímos nada salvo los murmullos de un castillo sobrenatural, seguimos el único rastro de un ser humano: su sangre, las migas de pan para no perderse; y deshilamos con diarios y recuerdos una historia de orbes, reyes y maldiciones. Cuando se pierde la memoria, también se olvidan los traumas, y cuando se recupera, recordamos el motivo de nuestro calvario, un asesino nos persigue y también está en el castillo.
En mi sueño, no me moví, en ningún instante se me ocurrió coger una zapatilla y tirársela a la niña, básicamente porque no sabía a qué me enfrentaba y qué ocurriría si la zapatilla le atravesaba. Levantarme y correr era lo primero que se me había pasado por la cabeza, pero como mi cuerpo no respondía quise esconderme para olvidar o mentalizarme que nunca sucedió. En el videojuego, los enemigos juegan con la ventaja del terror paranormal, que ya de por si da muchísimo miedo, herencia de la mitología haitiana. Otra vez actúan según las leyes de lo lógico, lo normal, dentro del surrealismo, del «y si…». Siendo zombis inmortales ninguna caja u objeto les dañará y como me ocurrió con la niña, tan solo queda escapar, correr entre el laberinto del castillo, cerrar las puertas con portazos y esconderte en un armario acompañado del cadáver de un antiguo huésped.
Mi primo – uno de los dormilones – me traumatizó con una historia de estas que se cuentan a la luz de una fogata en una noche de verano. Trata sobre unos niños que por diversión entran en una cueva. Se cuenta que ahí vivió un psicópata que descuartizaba a niños y que a pesar de haber fallecido hace tiempo aún se oían los gritos de las víctimas. Los aventureros, tan valientes, se adentraron protegidos únicamente con linternas que mostraban una aburrida cueva profunda. A medida que se adentraban, un rumor les llegaba – shhh… sh…. shhh… –, por curiosidad no frenaron y continuaron hasta que el sonido se pronunciaba y pudieron distinguir que algo se arrastraba – shhhh… shhh… shhh (se arrastra) shhh…shhh… shhhh… (se arrastra) –, asustados continuaron, no podían dejar ese enigma sin resolver así que anduvieron, más juntos y agarrados pero continuaron. Minutos más tarde, escucharon una voz, el sonido en realidad era alguien pidiendo ayuda – ayu…ayuda…ayudadme… – y el sonido de algo arrastrándose era la misma persona que no tenía piernas porque se las había cortado el psicópata para que no pudiese escapar. Al terminar la historia, era tal el pánico que nos infundió la escena que aún a día de hoy los pelos se me erizan cuando mi primo trata de asustarme, y solo debe repetir – ayu… ayuda.. ayudadme… y simular a una persona arrastrándose -. Y lo mismo ocurre con Amnesia donde el respirar del protagonista y los murmullos de los demás huéspedes cobran el papel principal para atormentarnos aumentando la inquietud que culmina con el gran susto, el fin del acto, el momento donde caemos en la trampa del creador y finalmente huímos. Porque es extraño que el personaje caiga abatido por el golpe del zombi pero no tanto que el jugador como personaje se desvanezcan por el dolor de la tensión acumulada. Es lo normal, desconfiamos de lo extraño y como el perro de Pavlov, una vez nos acostumbramos a un sonido, su repetición nos puede causar el efecto deseado. Su aplicación no es una genialidad, es lo normal, lo lógico, y Frictional Games lo sabe.
Amnesia: The Dark Descent me ha devuelto al horror, al agobio, a la agonía, me ha regalado el miedo. Lo normal es que a estas horas me hubiese reído nerviosamente, pero por contra estoy serio, preocupado, porque lo lógico ha hecho que mire hacia la puerta antes de dormir por si hay alguien observándome y ha hecho que regrese mentalmente a esa pesadilla para volver a repetir que nunca ha sido real. Ya no es lo lógico, hablamos de locura.
Lo compré como parte del Humble Bundle V y lo jugaré en su momento, aunque me dan bastante miedo los juegos de terror. De momento, empecé ayer el Lone Survivor y me está gustando, a mi me da miedito también.
Excelente artículo, le hace justicia al juego.