Hola, mi nombre es Bernard. Bernard Bernoulli. Mi nombre es tan corriente como yo mismo. O no. La verdad es que mi personalidad es tan pobre que no necesito demasiadas palabras para definirme; tan solo una: nerd. Sí, soy un nerd, pero no el concepto romántico que hay ahora al respecto. Un friki hoy en día tiene su posición en la sociedad, e incluso puede llegarse a admirarlo. Hazte un canal de YouTube, busca cinco datos curiosos sobre la Guerra de las Galaxias y prepárate a triunfar…
No, yo no soy nuevo en esto, yo he sido así desde los tiempos en los que serlo no era nada fácil. Cuando era pequeño, mientras mis amigos disfrutaban con un buen balón de fútbol americano revolcándose por el barro, yo prefería quedarme en casa desmontando algún aparato doméstico estropeado e intentando averiguar cuál era el mecanismo que lo haría funcionar de nuevo. Disfrutaba cuando Santa Claus me traía algún juego de Meccano.
No es que fuera un niño asocial, ni mucho menos… o al menos intentaba no serlo. Perdí la cuenta de los pares de gafas nuevas que tuve que comprar a causa de mi nula habilidad para cualquier actividad física. Por otro lado, siempre he tenido una permanente e imborrable sensación de peligro constante. Cierto es que mis múltiples alergias y mi falta de visión a más de cinco metros no han ayudado, pero siempre he tenido una capacidad especial para listar cada uno de los peligros que una actividad podía suponer. Una capacidad, por otra parte, nada apreciada por mis compañeros de juegos, deseosos de hacer la bravuconada más llamativa a lomos de su bicicleta, de su monopatín o del transporte directo hacia la muerte preferido de cada uno.
Quizás las cosas mejoraron a la hora de llegar al instituto. El club de ajedrez, el laboratorio de tecnología y el periódico del instituto me dieron nuevas oportunidades para desarrollarme en los temas que más me interesaban… o que al menos se me daban bien. También tenía amigos… o gente que estaba dispuesta a pasar un rato conmigo sin sentir excesiva vergüenza a cambio de que les hiciera los deberes. Especialmente recurrían a mí, o me compraban, cuando llegaba el momento de los proyectos de ciencias. No había nadie como yo a la hora de idear aparatos o mecanismos complejos desde cero, que daban como resultados impresionantes presentaciones y dejaban bien claro al claustro quién era el autor. Es más que probable que fuera eso lo que definitivamente, y muy a mi pesar, me involucrara en el asunto del meteorito.
Corría 1987 y por entonces teníamos en el instituto un grupo de lo más heterogéneo. Con el nexo de unión de mi contrabando de ejercicios resueltos, nos llevábamos todos bastante bien, de alguna manera que no llego a entender. Razor era la vocalista de un grupo punk y hacía muy buenas migas con Syd, quien tenía más interés en la música new wave. Por sus intereses intelectuales, yo me llevaba mejor con Wendy, que tenía la ilusión de convertirse en una gran novelista, y con Michael, que era el fotógrafo del periódico del instituto y en varias ocasiones había puesto imágenes a algunos de mis artículos. Jeff iba por libre y estaba siempre deseando que llegara el verano para poder ir a la playa a surfear, pero su gran sentido del humor lo convertía en uno de los miembros más populares del grupo. Aunque en cotas de popularidad el que se llevaba el gato al agua era Dave, quien, de alguna manera, era el líder de nuestra pequeña y extraña banda, un estatus que consiguió gracias a un carisma tan grande como directamente proporcional a su habilidad para conocer chicas. Como no podía ser de otra manera, Dave era el novio de Sandy, la animadora más guapa y popular del instituto. No voy a decir que a mí no me gustara, era increíblemente guapa, pero sabía que algún día su falta de lucidez y su habilidad para meterse en líos nos iba a traer problemas. Y así fue.
Una noche, un meteorito cayó cerca de la casa de los Edison, una familia ya muy rara de por sí a la que el meteorito transformó. El doctor Edison fue un científico reconocido, pero ahora no pasaba por su mejor momento y casi no salía de su mansión. Vivía con Edna, su fiel esposa, que había sido enfermera en la zona, y su hijo Ed, un verdadero trozo de carne con ojos incapaz de hacer la o con un canuto y que solo pensaba en el ejército y en su estúpido y asqueroso hámster. El caso es que el meteorito acrecentó la locura de la familia y terminó por convertirlos en unos maníacos malvados. A tal nivel llegó la locura que el doctor Edison secuestró a Sandy para realizarle todo tipo de experimentos.
Si que Sandy se dejara secuestrar había sido una estupidez, que intentáramos rescatarla era una estupidez aún mayor, pero, claro, Dave nunca se había caracterizado por su inteligencia. Así que nos convenció a mí y a otro miembro del grupo para adentrarnos dentro de la mansión de los Edison. No os confundáis, yo no soy el prototipo de persona que sería ideal para llevar al rescate de nada: a duras penas camino sin tropezarme y mi miopía prácticamente me impide ver a nadie que se me acerque; Dave pensó que mis habilidades tecnológicas serían útiles en la aventura. Así que aunque me intenté zafar un montón de veces, al final terminé involucrado en todo aquello, y menos mal, porque si no fuese porque arreglé el teléfono y la radio de esa casa infernal, nos habríamos quedados encerrados para siempre. Y eso no habría sido nada agradable: las locuras del doctor Edison le habían llevado a crear un par de tentáculos sin cuerpo que daban escalofríos. Especialmente el verde: no podía ni verlo, en cuanto aparecía por algún lado no podía hacer otra cosa que salir corriendo.
El caso es que finalmente rescatamos a la boba de Sandy y sacamos al doctor Edison de su demencia malévola. Iluso de mí, creía que mis aventuras con los Edison se habían acabado para siempre, pero nuestros caminos volverían a encontrarse seis años más tarde. Por aquella época yo ya me encontraba en la universidad y mi grupo de amistades había cambiado radicalmente: mis compañeros del instituto o fueron a otras facultades o no llegaron a ir a la universidad. Años de forja de una amistad se iban por la borda y yo tenía de nuevo el difícil reto de encontrar personas que fueran capaces de aguantarme, en especial si tenía la intención de que mi estancia en la universidad no se me fuera del presupuesto.
Por suerte para mí, un campus universitario es una verdadera concentración de colgados de toda índole, así que no tardé en conseguir los compañeros de piso ideales. Por un lado estaba Laverne, una estudiante de enfermería con cara de psicópata —lo que no daba ninguna tranquilidad— y que iba con su escalpelo favorito a todos lados —lo que aún daba menos tranquilidad—. Por el otro teníamos a Hoagie, un fanático del heavy metal al que se le había ido la mano con las hamburguesas y los dulces. Este trío de locos era el que ocupaba nuestra vivienda y todo era paz y tranquilidad hasta que un día llamaron a nuestra puerta para volver a cambiar mi vida para siempre.
Se trataba del hámster de Ed Edison, que traía un mensaje del ¿puño y letra? del tentáculo verde. Al parecer, el doctor Edison había vuelto a sus locos experimentos y, aunque tenían una intención benévola, lo cierto es que estaba vertiendo productos químicos a raudales en un riachuelo cercano. Los productos le habían dado propiedades especiales al agua y cuando el tentáculo púrpura la ingirió sufrió una mutación —otra más— y le crecieron dos conatos de brazos, lo que le dio la confianza necesaria para querer conquistar el mundo. El tentáculo verde afirmaba que el doctor Edison iba a matarlos, así que no me quedó más remedio que pedir a Hoagie y a Laverne que me acompañaran y, a lomos de la vieja camioneta de mi tío, dirigirme por segunda vez a la mansión de los Edison.
Una vez allí, nos separamos para encontrar a los Edison o a los tentáculos, y yo por fin di con los últimos, que habían sido maniatados… bueno… atados por el doctor Edison. En una demostración más de mi habilidad, liberé al tentáculo púrpura, que pudo continuar con sus planes megalómanos. La única manera de solucionar el embrollo era que el doctor Edison nos enviara al pasado en su Cron-O-Letrina y evitar que el tentáculo púrpura se contaminara. El problema estuvo en que los inventos del doctor no siempre funcionan como deben y a cada uno de nosotros nos envió a una época distinta. Hoagie terminó doscientos años en el pasado, en la época colonial, donde pudo conocer a personajes tan ilustres como George Washington, Thomas Jefferson o Benjamin Franklin. Laverne fue doscientos años hacia el futuro, donde pudo admirar las maravillas que nos deparan los tiempos venideros. Cualquiera de los dos viajes hubiera sido muy interesante para una mente tan despierta como la mía, pero la mala suerte volvió a acompañarme y me quedé en el presente.
Haciendo uso de nuestras correspondientes Cron-O-Letrinas, pudimos comunicarnos y enviarnos objetos a través del tiempo, jugando indefinidamente con las paradojas temporales hasta por fin evitar los vertidos de la casa de los Edison y, por tanto, terminar con los deseos de conquista del tentáculo púrpura.
Así acabaron mis aventuras, y nunca más supe de los Edison ni de nada que tuviera que ver con ellos. Lo cierto es que también acabó todo lo interesante en mi vida. A los cuarenta años ya pasados, gozo al fin de tranquilidad y estabilidad. Tan solo mis puzles de 2.000 piezas me dan quebraderos de cabeza. Bueno, y mis fobias. Y mi intolerancia a la lactosa. Y mi incapacidad para relacionarme con personas del sexo opuesto. Y los jerseys con animales. Y los libros que no están en orden en las estanterías. Y… ¡Ah, sí, por supuesto!: los tentáculos.