La situación: deambulo por las calles de un pequeño pueblo del desierto esquivando (o masacrando) decenas y decenas de muertos vivientes. Tengo que arreglar una maldita moto antes de que el ejército ponga un pie en la localidad para salvar a mi hija infectada. Y aquí está este tipo, con la pieza que me falta para la reparación y diciéndome que es un gran fan mío, que me admira, pero que no me la puede dar porque la está usando como arma. Que vaya a la tienda de armas y le traiga una katana a cambio, dice. Mientras, el tiempo se agota.
Lo que pienso: ¡Será…! De acuerdo, los halagos me han conquistado y parece buen tipo, pero su capricho me está sacando de quicio. Además, el imbécil de su amigo pulula por el fondo incordiando, si cabe, un poco más. Desde fuera, la cosa no mejora: me ofende un pelín la burda manera en que los desarrolladores intentan colarme una sub-misión. Y la pieza de la moto está ahí, a mi alcance.
Lo que hago: me armo con mi palo con clavos favorito y le arreo una desagradable somanta de palos al mindundi en cuestión, que al principio se queda paralizado pero no tarda en defenderse. El amigo acude en su ayuda, pero despacho a ambos con relativa soltura (mis dedos son ya los de un guerrero experto).
Las consecuencias: a mis pies, un par de cadáveres sanguinolentos, en mis manos, el ansiado objeto. He perdido una misión secundaria pero estoy más cerca de cumplir mi objetivo principal. Por un momento, me pregunto si el francotirador del tejado me habrá visto, pero nada pasa. Voy en busca de la moto, y al mundo apocalíptico que me rodea le importa un comino mi crimen. Y, no obstante, me siento como un criminal.
Dead Rising: Case Zero presenta así, y tal vez involuntariamente, una de las situaciones éticas más interesantes que recuerdo. Acabo de machacar a dos tipos que segundos antes masajeaban mi ego; me he cargado a dos fans, a dos ‘rescatables’, desobedeciendo abiertamente las instrucciones del juego. Pero el objetivo está logrado.
La ficción de Case Zero presenta un escenario límite, un mundo sin normas ni justicia en el que lo importante es sobrevivir. Si no hay testigos, ni jueces, ni verdugos, el crimen se limita a la mente del ejecutor, en este caso el jugador.
En un mercado en el que abundan sistemas morales polarizados, explícitos y valorizados (“si haces esto obtienes tal resultado, esto te penaliza, esto te premia”) me sorprende esta encrucijada ética. Me sale la vena académica y me pregunto si los desarrolladores contemplaron este atajo, o cuánta gente habrá optado, como yo, por tomarlo.
Case Zero permite esta decisión moral sin que ningún mensaje la valore, sin que nadie culpe al asesino (dado que nadie hay para hacerlo: ¡es el Apocalipsis!), sin que tan siquiera su protagonista emita un juicio sobre ella. Cuando nadie mira y lo que está en juego es demasiado grande, todos somos capaces de romper nuestros códigos morales, de tomar atajos y explotar las posibilidades más turbias de las reglas de juego.
Tras el crimen sólo queda el silencio, un silencio que señala nuestra propia incomodidad con lo que acabamos de hacer, con el precio que pagaremos por perseguir nuestro objetivo. Como aquel jugador que, confesaba en un foro, tuvo que abandonar Shadow of the Colossus porque la culpabilidad al matar tan majestuosas criaturas le estaba destrozando.
Este sistema de juicio (o falta de él) puede enfrentarnos a nuestros actos atroces, a nuestro utilitarismo, de forma casi despiadada. Pura incomodidad que sacude al jugador y le obliga a ver, de frente, lo que hace cuando nadie mira.
Interesante artículo. Algo así planteaba Clint Hocking en Far Cry 2, donde podias matar a NPCs y amigos si querias, afectando a la historia y las misiones, pero no estaba señalizado en el juego con grandes flechas.