Que Sony no enseñara la máquina, que no diera precio, que no especificara prestaciones no tiene importancia. Ni que sea o no sea un PC; es su negocio: espacio habrá para todo, allá ellos con su estrategia. Ni siquiera el tema de la retrocompatibilidad: huelga decir que esto lleva pasando desde el principio de los tiempos. La importancia está en lo que sí enseñó. Dejando al margen algo como Knack, que unas buenas risas nos proporcionó a los que vimos el streaming “latino” (latino: ese concepto desvirtuado), Sony enseñó al mundo que quiere que el futuro pase por criar más y más tarados hiperconectados, más attention whores que vayan por ahí desplegando su muy particular sabiduría de expertos en todo y en todo momento. Una pesadilla que ha conseguido que la ya de por sí delirante teoría de los quince minutos de fama sea algo en lo que ojalá nos hubiéramos quedado.
Esa es la parte tecnológica del ideal del videojuego de Sony. Que ahora cualquiera pueda retransmitirse en directo mientras juega. Cualquiera, no miembros de, otro concepto feliz, ligas profesionales: tú enviándoles una emisión en directo a tus amigos o a uno que pasaba por allí mientras te dedicas a jugar solo. Pero ya no será jugar solo. Ahora tener compañía es que mientras estás concentrado en lo tuyo te pidan que trepes a aquella roca, dispares a ese señor o explores este camino (esperemos que a partir de ahí todos los juegos incluyan la posibilidad de poner a bailar al personaje: vídeos y vídeos en YouTube con flashmob virtuales, el futuro). El multijugador asíncrono. Por chat. Oh, this is hardcore.
La enésima progresión gráfica. Michael Bay y Roland Emmerich hermanados en espíritu con Guerrilla y Sucker Punch en productos donde lo interactivo está sepultado por lo impactante. David Cage, músico visionario con alma de innovador, confundiendo, atención, emociones con polígonos, realismo con narrativa. Jonathan Blow llevando los pasatiempos del panorama juvenil de selecciones a una colorida isla. Esto ya lo hemos visto antes, con los mismos protagonistas o con otros. Hay otras cosas, claro. Habrá más, nadie lo duda. Y serán jugables y divertidas o no lo serán, en la proporción que sea, como ha ocurrido desde hace tres décadas.
Que no hayan mostrado más títulos, que no hayan mostrado hardware, que no hayan hablado de posibilidades de interacción aún no realizadas no es lo importante. Si se hubieran centrado en eso igual el terror habría sido menor. Igual el deseo de recluirse uno en su cueva virtual no sería tan acuciante. Igual algunos no estaríamos espeluznados por ese sentimiento de que hasta a los videojuegos —esa evasión, ese reducto galo— ha alcanzado la alienación y de que esa alienación está tomando el camino de lo inevitable. Porque la gran presentación de PlayStation 4 se ha tomado el lema «el jugador es el centro» por lo literal y ha puesto renovado énfasis en lo social mal entendido, en querer llevar a lo masivo, a lo generalizado, precisamente lo anti-social, sentando la base de una futurible obligatoriedad y ahondando en la idea de que eso es lo deseable: la experiencia individual como centro de todo, expuesta, pública. Un signo de los tiempos. Esperemos que los juegos sean el verdadero centro de PlayStation 4; que la gente se dedique a jugar, no a enseñar cómo juega.
Vravo! Biba! Cadenas is back!