En un momento del documental Žižek! (Astra Taylor, 2005), el filósofo esloveno interpretaba nuestra fascinación por las fantasías del fin del mundo como metáforas sencillas, concretas, fácilmente imaginables, de un escenario mucho más complicado de visualizar como es el fin del capitalismo. El colapso definitivo del sistema por una plaga o un desastre natural masivo adquiriría, de este modo, cierto componente purificador: la única alternativa posible a un Orden Mundial que se presenta ante nosotros como perpetuo e inmutable. Aunque teniendo en cuenta algunas de las ficciones sobre el fin de los tiempos más exitosas de los últimos años, quizá podríamos añadir una apostilla a esta afirmación de Žižek: no sólo nos gusta inventar mil y una formas distintas de eutanasia global; también queremos tener asientos VIP desde donde poder ver cómo cae la Bomba y, si es posible, quedarnos para el afterparty.
Por ejemplo:
Al final del primer tomo del cómic de Robert Kirkman, Tony Moore y Richard Adlard The Walking Dead, en cuya lectura he estado inmerso los últimos días, la gran esperanza de los pocos hombres y mujeres que integran el grupo de supervivientes adquiere la forma de gran cárcel abandonada. Un fortín otrora destinado a retener personas en su interior y ahora fortaleza perfecta para protegerse de lo zombi. Los personajes lo entienden como lugar ideal para establecer un asentamiento permanente justo en la frontera del apocalipsis Z, aunque desde donde cultivan el huerto puedan ver como los no-muertos se apiñan en las rejas que rodean el complejo.
Mientras, en el mundo de los videojuegos, dos títulos del año pasado convirtieron este fortín en un apartamento de soltero: en Lone Survivor, el juego independiente de terror de Jasper Byrne, la vivienda del protagonista juega un papel fundamental, no sólo porque sea el único punto del mapeado donde podemos estar seguros que no sufriremos ningún ataque por parte de las criaturas que ahora pueblan un mundo afectado por una misteriosa enfermedad, sino porque volver a ella de forma periódica para dormir, cocinar los alimentos que vayamos encontrando en nuestras expediciones al exterior, jugar a la Game Boy o, llegado el punto, conversar con nuestra gato, es obligatorio para que el personaje no pierda la cordura. Por otro lado, en Mass Effect 3, el amplio camarote del comandante Shepard en la nave Normandía se convierte en el lugar idóneo para actividades tan contrarias a las urgencias propias del fin del mundo como coleccionar maquetas, peces de colores, ligues interraciales y mirar el armageddon desde la ventana con la tranquilidad y seguridad de un Eric Packer contemplando una Nueva York distópica desde los cristales tintados de su limusina/útero en Cosmópolis.
Tal vez, todas estas obras dejen entrever un deseo secreto colectivo (si esto es posible) que muchos podemos tener de jugar al apocalipsis con el cheat de invencibilidad activado. Disfrutar de la estampa de civilización en llamas desde el confort de nuestro búnker de lujo parce ser un estado de ánimo creciente después del shock emocional del 11-S, al que ahora le tenemos que sumar la total desconfianza hacia las instituciones y el negrísimo futuro que el actual crack financiero ha generado.
Viéndolo así, parece muy complicado desligar estos sentimientos del aparente auge del «survivalismo» en los últimos años. Al mismo tiempo que los grupos preparacionistas retoman niveles de actividad inéditos desde el final de la Guerra Fría, en las televisiones de todo el mundo triunfan realities de supervivencia extrema como los de Ray Mears y Bear Grylls (éste último con juego oficial para PlayStation 3, Wii y Xbox 360) y en el mundo del ocio digital algunos grandes superventas como las terceras partes de Assassin’s Creed o Far Cry, incorporan nuevas mecánicas basadas en la artesanía y la supervivencia en la naturaleza salvaje. Incluso juegos más humildes como el marciano y extrañamente oscuro Tokyo Jungle apuesta por un sistema de juego donde el único objetivo es aguantar vivo todo el tiempo posible en una ciudad desolada y la única certeza es que no podrás hacerlo durante demasiado tiempo.
Esta falta de objetivo final de Tokyo Jungle, el sobrevivir-un-día-más como estructura, lo aleja de otras propuestas de supervivencia como las de la serie Disaster donde sí que existe un final claro que suele ser la restauración del Orden anterior a la catástrofe y, por el contrario, lo conecta con un juego tan imprescindible para entender nuestro presente como es Minecraft, el trabajo de Markus Persson que no sólo es el juguete digital perfecto para miniaturistas megalómanos, sino que también, en su faceta de simulador definitivo de habitación del pánico, se ha convertido en una de las obras que mejor canaliza estas fantasías del último hombre sobre la Tierra.
Recordemos: un hombre –nosotros– como único habitante humano de un escenario natural gigantesco en el que no se atisba ni medio recuerdo de civilización. Durante el día cazamos, recolectamos fruta, recogemos materiales diversos, improvisamos herramientas y construimos poco a poco nuestro búnker para defendernos de los monstruos-zombis que salen durante la noche a acosar nuestro refugio. El único incentivo para seguir jugando –para sobrevivir–, es tener un refugio cada vez más seguro, mejor aprovisionado de alimentos y cada vez más lujoso. Sin embargo, este mundo mathesoniano, a lo Omega Man, lejos de ser una completa pesadilla se presenta casi como deseable: facilidad para levantar una vivienda-fortaleza ideal en un marco natural deslumbrante, salir todos los días para conseguir materiales y objetos extraños de manera sencilla, sin hipotecas, sin cuentas que rendir, impunidad para hundir un hierro en el cráneo a las criaturas que intentan todas las noches desahuciarte de tu fuerte,…
No es extraño pensar que en Minecraft cristaliza cierto anhelo del hombre s.XXI por un colapso catastrófico que sirva como camino hacia la resurrección personal y como una forma de reafirmación individual frente a la homogeneidad que representa la horda zombi. Tal vez la mejor anestesia hasta que finalmente podamos imaginar el fin de un sistema económico-social tan monolítico como el nuestro.