No es pequeña la deuda que mantienen los videojuegos con el cine de animación. Mucho más allá del gusto por utilizar personajes simpáticos y escenarios coloridos, gran parte del ocio digital se construyó (muy especialmente en sus dos primeras décadas de existencia) a partir de una serie de características propias del cartoon que se ajustaban con asombrosa fortuna a las dinámicas del nuevo medio. La fascinación por el humor físico, la violencia exagerada y sin consecuencias, la constante violación de las leyes físicas más elementales en aras de la pura diversión o su concepción de la muerte como un estado meramente transitorio son elementos a través de los cuales podemos rastrear, sin mucha dificultad, las líneas de conexión que unen el trabajo de los grandes animadores americanos de mitad de siglo con, por ejemplo, Mario espachurrando de un salto una tortuga en el Reino Champiñón.
La tan característica forma clásica de estructurar un juego a través de fases, esos espacios cerrados e independientes con las justas variaciones entre ellos para asegurar la diversión, podría también ser entendida como una señal más que delata esta contaminación. En la estructura episódica de series como Tom & Jerry, los capítulos muestran pocas diferencias entre ellos, lo ocurrido la semana pasada no parece tener repercusiones después del cartelón de ‘The End’ y el espectador conocía de antemano en qué lugar terminaba la historia: el Coyote nunca atrapará al Correcaminos por mucho que lo intentara, Bugs Bunny siempre se saldría con la suya y Mario, al final, acabará los niveles alcanzando el castillo.
Mucho menos habitual fue, sin embargo, aproximaciones al cartoon que quisieron (o pudieron) explotar una de las características esenciales del cine de animación: la de los personajes ultra-expresivos. Las posibilidades de introducir en el fluir del juego elásticas y descacharrantes expresiones corporales o faciales nunca fue del todo aprovechado. Durante la época de los 16 bits, Disney (que como se puede imaginar tenía un interés especial por reforzar esta sinergia) obtuvo resultados interesantes en títulos como World of Illusion o Mickey Mania mientras que la adaptación de la serie Taz-Mania o el Earthworm Jim de David Perry lo apostaban todo a unas animaciones brillantes y a los gags visuales. Pero fueron estos ejemplos más una excepción que una norma, no sería hasta mediados de los noventa cuando el talento de una naciente desarrolladora y las nuevas capacidades técnicas que ofrecían las máquinas de 32 bits permitieron el nacimiento de un titulo que hermanaba, con un acierto aún no superado, las constantes del cine de animación con las necesidades propias de un videojuego.
Si solo conoces a Crash Bandicoot por sus últimas y algo descafeinadas apariciones en PlayStation 2 o Wii, tal vez te resulte complicado concebir que existió un tiempo no demasiado lejano donde los juegos protagonizados por este marsupial australiano no eran sinónimos de sestear con el mando de la consola entre las manos. Como detalla Andy Gavin (co-creador del personaje junto con Jason Rubin) en su blog personal, la génesis del proyecto se encuentra en una mudanza «coast 2 coast» de tres días en coche desde Boston a unos nuevos estudios en Los Angeles, con paradas técnicas en las poblaciones de Petarlo, Molar y Romper-la-Pana, donde se establecieron las líneas directrices del proyecto: un plataformas rápido, un personaje carismático y un esfuerzo por traducir de forma no intrusiva el vocabulario exagerado de la animación tradicional a las mecánicas de un juego.
Dieron en el clavo con todo. De entrada está su protagonista: Crash, personaje que dentro de la tradición de otros iconos del mundo de los videojuegos como Pac-Man, Jumpman/Mario o Sonic, carga en su propio nombre la definición de su acción principal, en este caso destrozar cajas. Crash es un suicida ejemplar, juguetón y algo idiota, siempre dispuesto a meterse de cabeza en los mil y un peligros que abarrotan cada nivel incluso a sabiendas que su torpeza (en este caso también la nuestra) puede llevar a que en ocasiones no acabe del todo bien parado. El abanico de expresiones que despliega durante el juego es abrumadora: corre con cara de pánico mientras huye y mira de reojo una enorme bola de piedra que lo persigue, se frota el culo después de haber salido por los aires tras detonar una mina, mantiene unos segundos el rostro pegado cómicamente al suelo después de un tropezón, mira a la cámara y nos levanta las cejas con malicia antes de cabalgar un pequeño oso polar o ejecuta algunos pasos de la coreografía de ‘Thriller’ tras derrotar a un final boss. Todas estas gracietas nunca interrumpen ni frenan el espídico ritmo de juego, de hecho se convierten en parte integral, son la zanahoria delante de un jugador que avanza para ver las capacidades mímicas de Crash, la chanante actuación de un nuevo enemigo o las diferentes, y siempre divertidas, formas de morir con las que los animadores (muchos de ellos profesionales de Hollywood) habían pensado ‘castigar’ a su propia creación.
El interés de Naughty Dog por las capacidades expresivas de sus personajes y en convertir tics cinematográficos en mecánicas jugables no terminó con la serie de Crash Bandicoot. Aunque en una frecuencia de onda distinta, los juegos de Uncharted no dejan der ser una manifestación distinta de esta misma fórmula. Cada quejido, cada saltito, cada línea de diálogo que acompaña a las cuidadas animaciones de Nathan Drake (para más detalles al respecto les invito a leer este artículo de MondoPíxel) son variaciones sobre la misma idea desarrollada hace ya quince años por una serie de pseudo-plataformas que Steven Poole definió como “los únicos juegos donde mirar es tan divertido como jugar”, una trilogía que bebía a morro de toda una tradición que iba desde Walt Disney a Chuck Jones y desde Tex Avery a Tom Ruegger y que demostró que el mundo de los videojuegos también era terreno fértil para el seductor hechizo de la cucamona.