Darle forma a un mundo perfecto, con ciudades racionalmente distribuidas, reparto justo de la riqueza y ausencia de ejércitos o armas de destrucción masiva es la parte que más disfruto cuando juego a un Civilization; una fantasía edénica donde gasto turnos y horas en cubrir todas las casillas del mapeado (incluso aquellas por la que no recibiré ninguna bonificación) con bosques de infinitos abedules y hermosura incomparable. Para ello siempre establezco el nivel de dificultad lo más bajo posible y hago uso de todas las ‘trampas’ que se me ofrecen. Los seguidores del código de conducta del buen hardcore gamer tal vez ya hayan dejado de leer, pero para los que os hayáis quedado me defenderé diciendo que poder jugar sin preocuparme por rivales con ansias expansionistas o no verme agobiado en exceso por problemas de índole social y económico, dejan que toda mi atención se centre en aquello con lo que los juegos de Sid Meier me hacen sentir más realizado: la posibilidad de comportarme como un dios benévolo que pone orden en la naturaleza.
Esta última semana he encontrado una atrevida variación sobre esta misma idea en Prince of Persia (2008), el segundo y poco exitoso reboot de la franquicia creada por Jordan Mechner, donde nuestra tarea no es crear un mundo desde cero como en Civilization, pero sí obrar como una deidad salvadora que acude en ayuda para reverdecer paisajes corruptos como en Ôkami. La principal tarea en el juego de Ubisoft es recorrer las ruinas de un reino sin nombre para, con la ayuda de la guardiana de la luz Elika, rescatarlo de las tinieblas y devolverle el esplendor natural y toda la exuberancia que el cel-shading sea capaz de ofrecer. Un título imperfecto pero valioso, donde el sistema de acrobacias se juega de manera excesivamente mecánica y la estructura de mundo abierto funciona de manera regular, pero que presenta interesantes soluciones narrativas y buenas ideas para potenciar los vínculos emocionales entre avatar y NPC.
Sin embargo, lo más interesante me ha parecido cómo el juego se comporta como un judoca y, durante la conclusión de la aventura, nos golpea duro transformando en puro mal rollo la misma energía positiva (y por favor, no me entiendan esto en sentido new age) que nosotros jugadores, hemos ido generando cuando recuperábamos ciénagas podridas o jardines marchitos en explosiones de luz y color. Tras devolver la vida a todo el reino y derrotar al demonio Ahriman, origen de toda la corrupción que hemos ayudado a sanar, descubrimos que nuestro aparente triunfo tiene como precio la vida de nuestra compañera de fatigas. En un epílogo que gana en fuerza por su carácter interactivo, la nueva personalidad egoísta y menos noble del protagonista (al que algún comentarista americano ha situado próximo al ideal de anti-héroe byroniano) cobra sentido más allá de las cinemáticas o los diálogos y se convierte en una característica de guión que afecta a la experiencia última del juego: el príncipe pone sus pulsiones por delante del bien común y revive a Elika destruyendo los cinco árboles que protegen al reino, lo que significa que todo lo que habíamos conseguido durante las 10-15 horas que puede durar la historia principal se van al garete en un instante. Volvemos a la casilla de salida. No hemos conseguido nada.
Este final pone en cuestión cosas que dábamos por sentadas como que al terminar un juego debemos sentirnos satisfechos por la misión cumplida, nos interroga sobre qué interpretamos como ‘ganar’ y juguetea con cierta poética del fracaso que se aleja de la épica triunfalista dominante. Y creo que esa valentía hay que celebrarla.
Es un tema muy de actualidad gracias a Bioware, sic, pero el problema es que Ubi tenía en la recámara el DLC y se notaba demasiado.
En realidad Ubi tenía en la recamara una trilogía COMPLETA pero le salió rana. Aun así el final no se resiente demasiado por el ‘to be continued…’.
Pues es una pena lo de la trilogía, porque a mí el juego me encanto (lo que no quita que lo del DLC fuera un timo… que compré)