Suelo aprovechar los días siguientes a cada E3 para (re)plantearme de qué va exactamente la cosa esta de los videojuegos. Es una suerte de reflexión, de investigación intuitiva, pero también una renovación de los votos.
La feria, con toda su pompa y despilfarro, me sirve de excusa para recuperar las Inmensas Preguntas: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Trazo un mapa general del medio y luego evalúo si me sigue gustando lo que veo. ¿Y qué he visto este año?
De entrada, ninguna sorpresa. Entre Twitter, Facebook, filtraciones, estrategias de márketing basadas en la sobreexposición y tiempos de desarrollo cada vez más largos, resulta casi imposible pillar al público desprevenido. Ha habido confirmaciones (algunas, de peso) pero pocas revelaciones. Y la sorpresa es la primera arma contra el aburrimiento.
Aburren, por ejemplo, las secuelas con periodicidad casi fija. No me hagan hablar de la entrega anual de Call of Duty. Assassin’s Creed, pese a un tráiler más que resultón, muestra señales de agotamiento. La industria del videojuego se sostiene sobre franquicias e IPs establecidas, con todo lo bueno (¡el regreso, al fin, de Luigi’s Mansion!) y lo malo (¿Final Fantasy XIII-2?) que eso comporta.
También llueven remakes y adaptaciones hachedé. Esto puede aburrir, pero también es trámite necesario hacia la madurez. Garantizar el acceso a las grandes obras del pasado es la mejor forma de dignificar y ampliar un medio, especialmente uno tan delimitado por la tecnología como el nuestro. En breve, los Metal Gear Solid, los Silent Hill o las joyas del Ico Team estarán al alcance de todos, del mismo modo que un cinéfilo puede hacerse con Metrópolis o Sunset Boulevard.
Porque los videojuegos, al menos de momento, están atados a sus plataformas, y quien no compró una PS2 no tiene por qué perderse los hitos históricos. Tal vez algún día jugaremos en la nube (experimentos como OnLive están pavimentando el camino), pero por ahora dependemos de trastos. Máquinas como PS Vita o Wii U (la tendencia, se diría, es buscar el nombre más horrible), que aspiran, en cualquier caso, a hacerlo todo.
En la era del juego a un euro, la competencia indirecta redefine el negocio: iPhone, Android o iPad, pese a no tener claro aún qué narices son, están creando nuevas formas de jugar y consumir juegos. Nintendo toma nota y parece quererlo todo: sobremesa, portátil y tablet en una sola máquina; recuperar el esposo hadcore, mantener el amante casual y ligarse al moderno Apple. Vita, por otro lado, incluye todo sistema de control conocido por el ser humano, salvo (hasta más noticias) ratón y teclado. Ambos sistemas prometen, pero por ahora disparan sin diana fija.
Y es que el videojuego es ya una industria cultural mastodóntica, asustadiza, aferrada a unas cartas probadas, mirando con miedo un futuro del que nadie tiene ni pajolera idea. Microsoft intenta desesperadamente que Kinect funcione, Sony se olvida un poco de Move y apuesta por el 3D, Nintendo confunde al personal con una presentación que mucho abarca y, por ahora, poco ahoga. Los desarrolladores, por su parte, desenfocan sus propuestas mezclando churras con merinas, aventuras para un jugador con competiciones casi deportivas.
¿Me gusta, pues, lo que veo? Verán, me aterra el agotamiento de esta generación. Hay un inmovilismo preocupante, el presente empieza a repetirse y el futuro queda aún muy lejos. Con excepciones, claro: lo que queda en los márgenes o directamente fuera de la feria. El juego descargable. El juego de pequeño formato, experimental o no. La recuperación del pasado para definir el futuro: hemos superado el entrañable neo-retro y estamos en algo así como el post-retro (ahí está ese magnífico Rayman Origins).
Todo eso suma, pero lo que de verdad me motiva es, precisamente, lo que me asusta: el pánico de los grandes. Su inquietud ante el futuro. El E3 ha sido un muermo, sí, pero porque pocos quieren moverse demasiado hasta saber adónde va la nave. El miedo, la parálisis, el intento de adueñarse de las amenazas exteriores, sólo puede significar una cosa: que el futuro queda lejos, pero su avance no se puede detener.
El videojuego es ya un medio con un lenguaje propio, definido, con un legado perdurable. Ya se puede permitir crecer no sólo hacia adelante, sino ramificándose. Pronto acabarán los antinaturales cajones de sastre, el malentender que todos los jugadores quieren lo mismo. Una vez más, el E3 esconde grandes promesas de futuro, aunque lo haya hecho a base de bostezos. Estamos asistiendo en directo a la pubertad del videojuego: será insegura e inestable, pero al otro lado queda por fin la madurez.