Acabo de dejar Inaba, un pueblo tranquilo en el que he permanecido durante más de ochenta horas gracias a uno de los mejores JRPG que he jugado en toda mi vida: Persona 4 Golden. Y ahora que lo dejo, noto un gran vacío en mi interior. Mientras jugaba, he disfrutado —y también sufrido— de una cantidad kilométrica de críticas hacia el subgénero de rol japonés en mis círculos sociales. Unas cuantas burlas entre cervezas y demás, nada grave. Algunas de las quejas más habituales iban destinadas a atacar el hecho de que, para poder disfrutar del género, es necesario disponer de cierta tolerancia a los combates aleatorios o a los momentos de relleno.
Afortunadamente, mi bastión defensivo para Persona 4 Golden no se centró en ningún momento en argumentar a favor del subgénero al que pertenece, ni tampoco defender su ritmo o sistema de combate —que en ambos casos considero excelentes—, mi principal argumento para defenderlo ante cualquier crítica fue explicar que cuando apagué la consola, una vez terminado el título, sentí la pérdida, como si abandonase un lugar familiar. Me costaba imaginarme sin interactuar con frecuencia con sus personajes que, siempre partiendo del estereotipo nipón más exagerado, consiguieron hacerme reír, ponerme en tensión e incluso emocionarme en algún momento. Esta es, bajo mi punto de vista, la gran virtud que Persona 4 Golden ofrece a todo aquel que no huya de sus setenta horas de duración.
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